Lo que el cáncer se llevó...
“Tengo
miedo”, fue la primera frase que pronunciaste ese triste martes, primero de
agosto a las diez de la mañana, mamita. El miedo que te paraliza, se apodera de
ti, te congela, y, hasta quizás, te maneja a tal punto de hacerte trizas y de
destruirte. Es ahí cuando quedas al borde de un abismo, aferrándote a una
esperanza, a una posibilidad que parece ser imposible. Abismo que te deja débil,
pensativa, sin un rumbo, confundida, perdida y devastada.
Todo
parece estar bien en aquella clínica a la que habías ingresado la semana pasada,
tu alegría en esa fría sala de espera inunda todo el lugar, mamita. Tú tan
positiva siempre, sin demostrar dolor alguno por los puntos que tienes en tu
seno izquierdo gracias a los quistes que te han sido retirados; tan fuerte,
feliz y entusiasmada porque el riesgo acabó, y no puedes esperar a que el
médico te dé el diagnóstico de que estás bien y que solo fue una pequeña
operación para prevenir enfermedades.
Con
una sonrisa de oreja a oreja, tan ilusionada y fuerte, estás ahí, hablándome de
lo ansiosa que estás por recuperarte, por leer los resultados y gritar a los cuatro
vientos que estás invicta. Estás ahí, viendo cómo los demás pacientes que
reciben sus resultados se van felices, esperanzada y segura de que tus
resultados serán mejores o iguales a los de ellos. El tiempo parece hacerse más
lento, el aire de la sala de espera más frío y la sala empieza a quedar vacía,
casi desolada.
La
secretaria nos avisa que ya es nuestro turno y que ya nos pueden atender. Casi
de inmediato saltas de la silla en la que estás sentada, con el mismo ánimo con
el que has estado toda la mañana. La enfermera que nos espera nos hace señas de
que podemos ingresar y nos abre la puerta del consultorio en el que debíamos
esperar al médico. El lugar que parece oscuro por la tenue luz que ingresa por
los débiles rayos del sol, no puede opacar el ánimo que tienes por recibir esos
resultados.
El
cirujano ingresa al consultorio, se acerca a ti con su bata blanca, su
tapabocas azul, su estetoscopio colgando de su cuello y un papel envuelto con
la mismísima formalidad de una carta. Su
rostro no parece denotar alegría, mamá. Presiento que no serán buenas noticias.
Sus movimientos de las manos se vuelven lentos y su voz parece entrecortarse,
como si tan solo pudiera hablar. Con mucha amabilidad estrecha tu mano con la
suya y nos invita a sentarnos, al mismo tiempo que él lo hace. Tus ojos brillan
más que la luz del sol, y tu ansiedad empieza a elevarse cada vez más, tu mano
aprieta fuertemente la mía y me miras ilusionada, anhelado escuchar el diagnóstico.
El
cirujano se ve inquieto, como si no quisiera hablar, su mirada está puesta en
ti y en el papel que tiene en sus manos. Se ve indeciso, pero finalmente, se arma
de valor, suspira y con su suave voz pronuncia: “Lastimosamente, no te tengo
buenas noticias”. Tu expresión en el rostro parece sorprendida, tus ojos se
llenan de tristeza y tu ánimo parece irse al piso. “La biopsia arrojó que
tienes un tumor maligno en el seno izquierdo”, continuó el cirujano. Ahí, el
mundo parece acabarse y el tiempo parece detenerse, tu mano soltó mi mano, y
tus lágrimas empezaron a caer de inmediato. Tú no esperabas esto, tampoco yo,
ni siquiera el mismo médico. Sigues ahí, pero ahora, devastada, confundida,
perdida, al borde de un abismo del que ya no hay marcha atrás. Estoy sin
palabras, en shock, sin saber qué hacer. Yo solo puedo pensar que, pase lo que pase, tú
eres una guerrera, mamá.
El
comienzo de la película más triste en nuestra vida parece avecinarse, y
pareciera que el cielo lo supiera, pues ya las nubes grises empiezan a hacerse
notorias sobre él; una gran tormenta avisa su llegada. Con lágrimas,
confundidas, sin rumbo alguno y cabizbajas, salimos de aquel consultorio del
que no quedó rastro de tu alegría. No sé qué pase por tu cabeza en estos
momentos, pero estoy convencida de que solo las pruebas de la vida son capaces
de superarlas sus más fuertes soldados. Y tú, madre, saldrás victoriosa.
En
ese taxi rumbo a la casa, no mencionaste palabra alguna, tú solo mirabas
desconcertada hacia la ventana mientras las gotas de lluvia caían rápidamente
sobre ella. Pareciera como si tus lágrimas fueran las que cayeran de aquellas
nubes oscuras, mamita. El camino a casa fue silencioso, triste e inquietante.
No veía la hora de llegar, y creo que tú tampoco; pero, como nunca, el tiempo se
hizo más lento, el clima más frío y la incesante lluvia no daba tregua alguna.
Verte así me arruga el corazón, y la verdad, no creo ser capaz de soportarlo.
Al
llegar a casa, solo suspiraste profundo y te bajaste del taxi con tus ojitos
hinchados, con tus manos temblorosas y con tu mirada que parecía encontrar un
gran refugio en el suelo. No podré borrar de mi mente cómo lucías en esos
momentos, madre. Tan débil, tan triste, tan desconcertada, con el alma desnuda…
Cuando
abrí la puerta de la casa, tampoco pronunciaste palabra, tú solo caminaste
directo a tu cuarto y te sentaste en la orilla de tu cama. Estabas ida,
perpleja, mirando nuevamente al suelo, con tus manitos entrelazadas, mientras
tus silenciosas lágrimas caían y creaban una laguna en las baldosas. Tus
lágrimas me duelen, mamá; pero tu silencio me tiene el alma arrugada. Llora,
desahógate, grita si quieres, necesitas soltar todo lo que estás sintiendo. Por
mí no te preocupes, yo estaré para ti y créeme que no te dejaré caer. Y sí,
estoy destrozada, pero yo seré fuerte, mamá. Lo seré por ti, por mí, por
nuestra familia.
No
sabes cuánto daría por no verte así, por verte sonreír como lo hacías en aquel
consultorio antes de recibir el diagnóstico. Acá estoy, mamá. Dime algo,
necesito escucharte hablar, este silencio acabará conmigo. Ni siquiera quieres
comer, tampoco quieres tomar nada. No sé qué hacer, creo que la desesperación
ya se empezará a apoderar de mí. Me estoy volviendo loca…
De
repente, el ruidoso timbre del teléfono me saca de mis pensamientos, pero un
apretón fuerte de tu mano, me impide levantarme. Me pregunto por qué no quieres que lo
conteste. Quizá es mi papá, ansioso por saber cómo te fue; quizá mi hermana,
preocupada, esperando que no sea nada malo. Parece que no quieres darles la
noticia para no desconcentrarlos en sus rutinas de trabajo. Finalmente te hago
caso y no lo contesto. No sé qué pase por tu mente en estos momentos y sé que
debes estar confundida, pero debes saber que tu dolor, también es el mío. No te
lo guardes, mamá. Tú no estás sola.
Agosto
no empezaba bien para nuestra familia, y parecía que no terminaría de ser un
año fácil para nosotros. Ese lluvioso martes que cambiaría el rumbo de nuestra vida
para siempre, mi papá y mi hermana salieron más temprano del trabajo, llegaron
de inmediato a la casa, tan afanados, tan angustiados, tan ansiosos, con la fe
de que todo estaría bien; pero no, mamá. Ya no había marcha atrás: tu cáncer
era real. Solo tú y yo lo sabíamos, y por un momento sentí que me ahogaba en la
tristeza. Me sentía fuerte, pero me hice débil y me derrumbé cuando me pediste
que diera la noticia. No sabía cómo hacerlo, apenas podía hablar. Suspiré, tomé
aire y dejé escapar unas cuantas lágrimas; pero cuando me llenaba de valor para
decirles, me interrumpiste. “Yo… yo tengo cáncer”, fue lo único que pudiste
decir, porque tus lágrimas desgarradoras y tu fuerte llanto, no te dejaron
continuar. Ahora son ellos quienes están en ese mueble blanco de la sala:
perplejos, confundidos, con lágrimas que son imposibles de contener, pero nadie
dice nada. El silencio invade nuestra casa. Ese día el cáncer nos robó la
alegría, y cambió la esperanza por la tristeza; pero te aseguro que no es
permanente, mamita. Seremos fuertes. Por ti. Y a ti, cáncer, te vamos a
destruir. Te venceremos.
Ya
han pasado tres días desde que nos enteramos de tu diagnóstico, y nuestra casa
parece una fiesta. Mira cuán llena está, mamá. Mira toda esa gente que ha
venido a verte para apoyarte: están tus sobrinos, tus mejores amigas, tus
hermanas. Aquí está tu familia reunida. Míralos a todos, mamita. Todos están
alegres, golpeados anímicamente por la noticia, pero con todo el ánimo que tú
necesitas para luchar. Y por primera
vez, desde aquel martes, volviste a sonreír. No sabes cuánta paz siento al
verte así. Por favor, no dejes nunca que tu sonrisa se apague.
El
trece de agosto ha llegado. Es tu primera cita con el oncólogo, mamá. Por
supuesto que iré contigo. Y ahí vas tú nuevamente, en el asiento del copiloto;
luces nerviosa, ansiosa, pero sobre todo, confundida. Desde el asiento trasero,
solo puedo pensar cuán fuerte eres. Al llegar al centro médico, el guardia de
seguridad nos abre la puerta con una cálida y grata sonrisa que transmite
amabilidad. Yo me adelanto un poco, pero tú te tomas un momento y te quedas
mirando el cielo detenidamente, suspiras, coges impulso y ahí vienes caminando
hacia mí. Me sonríes. Te sobo la espalda como señal de que estoy contigo y de
que todo estará bien. Finalmente entramos…
Al
ingresar al Centro Cancerológico del Caribe, nos recibe una sala de espera completamente
copada, llena de pacientes, acompañantes, enfermeras y secretarias. Confundida
y consternada por estar conviviendo con una cruel realidad que, ahora también
era la tuya, no pudiste evitar sentirte afligida. Tus lágrimas no se pudieron
detener al ver a los pacientes que allí se encontraban: unos más graves que
otros, algunos en silla de ruedas; otros, se veían deteriorados físicamente,
como si estuvieran viviendo la agonía de una etapa terminal; otros, con marcas
en sus brazos por las constantes canalizaciones, incluso, con moretones que las
mismas agujas dejaban en sus brazos. Pacientes usando gorros, abrigos, ropa
holgada; mujeres con turbantes, con cabello corto, incluso, algunas sin un
rastro de cabello en su cabeza; pero todos estaban luchando por su vida,
librando una batalla contra la muerte, que ahora tú también empezarías a
librar. Mamá, era oficialmente la bienvenida a tu lucha contra el cáncer de
seno.
La secretaria te saca de tus tristes
pensamientos y se dirige a ti para hacerte saber que la cita ha sido
confirmada, y que el oncólogo Iván Bustillo te está esperando en su
consultorio. Sin despegar tu mirada de aquella triste sala de espera,
atravesamos el pasillo que la secretaria nos indicó. Era un pasillo silencioso,
solitario, en el que solo penetraban aquellos luminosos rayos del sol, y que
estaba alejado de aquel ambiente desalentador. Al final del pasillo, había una
puerta blanca, sin nomenclatura alguna, y en frente de ella, una mini sala de
espera, que también estaba vacía. Tomamos asiento, mientras esperábamos el llamado;
pero parecía que la ansiedad acabaría contigo: no dejabas de mover tus pies,
tus uñas ya se veían cortas de tanto que te las habías comido, tus manos
empezaban a moverse rápidamente y los nervios parecían tener un interminable
juego contigo. De repente, un hombre alto, blanco, con ojos azules y cabello
castaño claro abre la puerta, y con una gran sonrisa se dirige hacia ti: “¿Eres
Marilin Racine?”, pregunta. Lo miras con ansiedad y asientes con la cabeza.
“Adelante”, expresó con amabilidad.
Te
levantaste casi de inmediato e ingresaste rápidamente, yo te seguí detrás.
Cerré la puerta. Volvimos a tomar asiento, pero esta vez, el ambiente era
cálido, positivo y esperanzador. Durante la cita, el oncólogo se portó muy
amable, sus palabras eran reconfortantes, su trato era muy agradable, como si
fuera un amigo. Revisó tu historia clínica: exámenes, diagnósticos, biopsia,
estudios de anestesia y medicamentos; te preguntó por alergias, malestares,
operaciones. No dejó escapar detalle alguno. Hasta que llegó la hora de la
verdad, no había otra opción: tu arma de batalla se llamaba quimioterapia. No
podías huir de ellas. Era el mecanismo más eficiente para vencer el cáncer,
mamá.
Te explicó que serían ocho quimioterapias cada
tres semanas, que podían tener efectos secundarios: vómito, fiebre, cansancio,
somnolencia. Mientras él hablaba, tú solo escuchabas con mucha atención, como
si fueras una alumna; sin embargo, lucías desalentada. El término quimioterapia
te causó temor y angustia, porque en el fondo, guardabas la esperanza de que
podías evitarlas. “¿Dudas, inquietudes, preguntas?”, preguntó cuando terminó su
explicación. Casi sin dejarlo terminar de hablar, con desesperación y una voz
entrecortada, preguntaste: “¿Se me va a caer el cabello, doctor?”.
Inmediatamente se hizo un corto silencio en el consultorio, que fue
interrumpido con un suspiro profundo de Bustillo. “Sí, se te va a caer el
cabello, Marilin”, dijo. Tu llanto desconsolado interrumpió su frase. Apretaste
mi mano. Aguanté mis ganas de llorar al verte tan débil y solo te apreté la
mano de vuelta, demostrándote fortaleza. “Pero tranquila, tranquila, Marilin.
El cabello te va a crecer una vez acabe la quimioterapia”, continuó.
Pasó
alrededor de un minuto en el que lloraste como si no hubiera un mañana,
mientras que el doctor te miraba fijamente con una gran sonrisa. Esperó que te
calmaras y te extendió su mano en símbolo de amistad, le seguiste el gesto y
agarraste su mano. “Yo no quiero que te preguntes por qué a ti te está pasando
esto, ni quiero que tengas pensamientos negativos por tu diagnóstico. Te quiero
fuerte, Marilin. Te quiero con ánimo de luchar y de salir adelante. Tú eres
fuerte, tú puedes con esto y yo te voy a acompañar, porque a partir de hoy, yo
me voy a convertir en un amigo para ti. Yo te voy a salvar la vida. Te voy a
salvar la vida, Marilin”, expresó el doctor al final de la cita. No puedo
borrar de mi mente su gran sonrisa en el rostro, sus palabras sentidas y lo
confiada que me sentí con él. Él iba a salvar tu vida y yo estaba segura de
eso, mamá. Desde ese día, tu vida quedaba en sus manos…
Con
el transcurrir de los días, parecía que más te costaba asimilar la idea de que
tu cabello se caería. Pasabas horas y horas mirándote en el espejo, tocando tu
cabello, peinándotelo, mirando cuán largo estaba; ensayabas con pañoletas,
turbantes y gorros para hacerte la idea de que ya no tenías cabello. Incluso,
en septiembre te lo cortaste por los hombros, y tu nuevo look no desentonaba.
Te veías hermosa, mamá. Aunque a ti, te tomó tiempo asimilar que ahora tu
cabello estaba más corto que antes. En tus pensamientos solo estaba que pronto
quedarías sin él y la idea te aterraba cada vez más.
¡Bienvenidas,
quimioterapias!
Octubre
llegó, y con él, tu primera quimioterapia. También estuve ahí contigo. Me
sorprendió tu tranquilidad, tu ánimo y tu fuerza de voluntad. No podía estar
más orgullosa de ti. Antes de pasar a la sala de quimioterapia, la enfermera te
hizo un chequeo y llenó una planilla donde reportaba tu peso, tu presión y tu
ritmo cardíaco. Ese día, la sala de espera estuvo vacía y en silencio, solo se
escuchaba el ruido del teléfono, de las enfermas y de las secretarias. Allí
estaba yo contigo, esperando que llegara tu turno. El silencio se rompió cuando
por el altavoz una enfermera pronunció tu nombre, anunciando que debías pasar a
la sala. Me diste un beso en la frente y te despediste de mí con una gran
sonrisa. La quimioterapia duraba tres horas. Tres horas. Parecía una eternidad,
pero yo esperaría por ti toda mi vida.
Cuando
le pedí permiso a la enfermera para entrar a la sala a ver cómo te sentías, me
pidió que me pusiera un tapaboca. Le hice caso. Ella me llevó hasta allí y me
abrió la puerta. Entré a la sala y creí que te vería peor, pero sentí mucha
tranquilidad cuando vi que estabas hablando con otra de las mujeres que
compartía sala contigo. La sala era larga, con paredes blancas, tenía alrededor
de veinte sillas eléctricas marrones que contrastaban con el color de la
pintura; el aire acondicionado estaba en una temperatura baja, por lo que cada
paciente tenía una sábana gruesa para controlar el frío. Era una sala muy cómoda,
y su ambiente era agradable. Toda la sala estaba llena. Al ver a todas esas
mujeres, solo pude pensar en la lucha interna que lleva cada una, que cada caso
es diferente, que hay unas que quizás, no resistan la batalla, y que así como
ustedes, hay otras 3.175 mujeres con cáncer de mama en el país. Y ahora lo
entendía, sabía lo difícil que era atravesar por una situación de esas, y
sentía que el dolor de esas miles de mujeres, también era el mío. Sacudí mi
cabeza y volví a la realidad. Me dijiste que te sentías bien, que pensaste que
podía ser peor. Tus palabras me aliviaron y tu mirada me demostró fortaleza, y
no me quedaba la menor duda de que no había enemigo pequeño para ti.
Los
síntomas de tu primera quimioterapia causaron estragos: el vómito empezó a
hacer de las suyas, el cansancio no salía de tu cuerpo, la fiebre se apoderaba
de ti lentamente. Y, como si fuera poco, tu ánimo decayó, mamá. Escucharte
decir que no podías más, me arrancó el alma y cada centímetro de mi débil
corazón, se hizo pedazos al pensar que no darías la pelea y que darías el paso
al costado. Tú no, mami. Tú no te podías rendir, tú no te dejas vencer así tan
fácil. Te quedan siete quimioterapias más, por favor, resiste.
Con
el paso de los días desististe de la idea de renunciar, y no pude evitar
sentirme feliz. Sabía que el camino sería difícil, pero con tu valentía, lo
podrías lograr. Tú eres una guerrera.
El
cáncer ya no solo se había llevado tu ánimo, ahora también quería llevarse tu
cabello. Como era costumbre, todas las mañanas te mirabas al espejo y te
peinabas tu cabello, pero cuatro días después de la primera quimioterapia, tu
cabello se había vuelto duro, tenía nudos por todas partes y era imposible
desenredarlo. La única forma de poder hacerlo era lavando tu cabello, pero no
querías, porque aún no te hacías la idea de que en menos de lo esperado, lo
perderías. El sexto día llegó, y como nunca, amaneciste decidida. Esa mañana te
levantaste, te miraste en el espejo, sobaste por última vez tu cabello, te
despediste de él y lo dejaste ir. Resignada, con lágrimas y aterrada por cómo
lucirías, tomaste la toalla y entraste al baño. Solo podía escucharte llorar
desde la sala, aunque tus lágrimas se confundían con el sonido del agua que
salía de la ducha. Dejé escapar unas cuantas lágrimas y dije que sería fuerte.
Y aquí estoy, mamá. Lo aguantaré todo por ti.
Al
salir del baño, tus ojos tristes me miraron y mi corazón se hizo pequeño. Te
sonreí y tú a mí. “Ya es hora, trae la peinilla”, me dijiste entre lágrimas
mientras te mirabas al espejo. Te hice caso y fui por ella. Te pasé la
peinilla, pero me la devolviste de inmediato. “Yo no creo ser capaz de hacerlo,
péiname tú”, dijiste. Honestamente no sé cómo me pedías una cosa de esas,
porque tampoco me sentía capaz de hacerlo; sin embargo, lo haría, aunque sabía
lo mucho que te dolería y lo difícil que sería para ti. Te sentaste. “No lo
hagamos más difícil”, pronunciaste. Suspiré. “Entre más lo pensemos será peor”,
dijiste. Asentiste lentamente y me agarraste la mano. Empecé a desenredar tu cabello con la
peinilla, y solo podía sentir cómo tu cabello se deslizaba suavemente y se
desprendía de tu cuero cabelludo sin esfuerzo alguno. Mechones de cabello
empezaban a caer al piso, y sentí un gran vacío. No sé qué estés pensando en estos
momentos, madre. Solo puedo escucharte llorar sin compasión, pero todo estará
bien…
Tu
cabello no terminó de caerse por completo, pero para evitar más sufrimientos,
tomaste la decisión de motilarte. Aunque fue difícil, finalmente, lo dejaste
ir, tu cabello se había ido temporalmente, y ahora debías acostumbrarte a tu
nuevo look. Creo que los gorros y los turbantes te quedaban perfectos, pero con
o sin ellos, eres una calvita hermosa, mami.
El
tiempo empezó a pasar muy rápido, y con él, visitas al oncólogo, más
quimioterapias, síntomas secundarios. Era un ciclo que se repetía una y otra
vez cada tres semanas por seis meses. Con el transcurso de cada quimioterapia,
los síntomas fueron haciéndose más leves, y con ellos, fue aumentado tu ánimo,
mamá. Ya te gustaba más tu nuevo look, ya salías de la casa sin importar
sentirte señalada, te uniste más a tus amigas, tu fe en Dios aumentó y,
finalmente entendiste que el cáncer debía ser tu aliado para combatirlo.
Empezaron a llegar las buenas noticias: el tumor había empezado a disminuir su
tamaño, no había riesgo de metástasis y tus demás órganos estaban en perfectas
condiciones. La vida parecía empezar a sonreírnos.
Una carrera contra el
tiempo…
Marzo
llegó prontamente y con él la última quimioterapia. Como era costumbre te
acompañaba a cada una de ellas. La última fue la más larga, duró
aproximadamente cuatro horas, pero toda la espera había valido la pena. La
primera etapa del proceso ya estaba por terminar, y con él todos esos síntomas,
estados de ánimo y pensamientos negativos que se habían apoderado en algún
momento de ti. No puedo olvidar la gran sonrisa con la que saliste de esa sala
ese primero de marzo, las enfermeras te aplaudieron por tu valentía, por tu
entusiasmo y porque habías terminado las temidas quimioterapias. Mi corazón se
sentía feliz, y lo que ese primero de agosto nos había costado lágrimas, ahora
se convertiría en sonrisas interminables e imborrables.
¡Finalmente
has llegado! ¡Hola, abril! Te estábamos
esperando desde octubre. El cáncer vuelve a aparecer con una de las suyas, y
ahora, se llevará tu seno izquierdo, mamá. ¿Estás preparada? Esa sonrisa antes
de entrar al quirófano me dice que sí. Te ves tranquila, confiada y serena. Sabes
que tu lucha está llegando a su final y lo estás haciendo muy bien. Sigue con
esa fuerza inagotable. La meta está cerca.
La
operación fue todo un éxito, duró aproximadamente dos horas. ¿Y sabes qué,
mamá? Se ha ido. Finalmente se ha ido, y no me refiero solo a tu seno, también
lo digo por el cáncer. Aunque ahora debas someterte a radioterapia, lo peor ya
pasó. Tu recuperación fue un éxito y me agrada verte así: animada, feliz,
enérgica, como siempre lo has sido. ¡Mira, mamá! Tu cabello está empezando a
crecer, se ve muy sano y fuerte. Es negro oscuro, aunque con una que otra cana,
pero es de esperarse, porque los años no vienen solos.
Ya
han pasado dos meses desde la operación: en mayo iniciaste radioterapia para
terminar de quemar cualquier amenaza que exista en tu mama izquierda y sus
alrededores. Fueron varias sesiones diarias, y finalmente, las terminaste en
junio. No sabes cuánta satisfacción puedo sentir. Me siento muy orgullosa de
ti, y aunque el miedo intentó vencerte, pudiste salirte con la tuya: tú lo
venciste a él. Estoy segura de que no necesitas una capa para llevar el título
de heroína. Hoy, más que nunca, estoy convencida que eres mi ejemplo a seguir.
Aunque
sigues en controles cada tres meses, el riesgo ya terminó, mamá. Y aunque el
cáncer se llevó tu seno, tu cabello, tu ánimo y tu esperanza, hoy puedes estar
segura de que le has ganado la batalla más fuerte a tu peor enemigo. Estoy segura
de que tienes una coraza llena de valentía, de fuerza, de alegría. Sabía que
saldrías victoriosa, que tu lucha valdría la pena. Y sí que lo valió. Hoy eres
más fuerte, hoy la vida te da una segunda oportunidad, mamá. Hoy la vida te
sonríe. Hace unos meses un oncólogo dijo que salvaría tu vida, y la salvó,
Marilin. No dejes de luchar nunca. Te amo.
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